Ahí hay gato encerrado. En ese cuarto, en ese clóset, nos decía Runa
señalando el taller de Andrea, agazapada en la puerta, al acecho. Desde hace
una semana, llegó Simón a casa, un gato que cuidaremos durante tres meses.
Simón es más dócil que un pan, más dulce que la noche. Maúlla poco y duerme
todo el día. Desde que llegó, no ha hecho más que estar encerrado, metido en el
clóset, entre los zapatos o los suéteres, esperando que llegue la oscuridad
para salir a estirar las patas, para merodear por el taller y ver el silencio a
través de la ventana.
No es tarea fácil cuidar a los hijos de otros, habrá que tenerles
paciencia y cariño, respetar sus costumbres y hacer que siga las normas de la
nueva casa. Pero existe un problema mayor y más delicado: los celos. Desde que
está Simón en casa, ciertos espacios están limitados para Runa. Esa habitación
en la que ella acostumbraba a tomar el sol de la mañana, esta cerrada. Hay dos
platos de comida, dos de agua, doble arenero. Andrea y yo tenemos un olor
distinto en las manos y sobre todo, Runa, escucha otros ruidos detrás de esa
puerta.
El territorio es lo más importante y Runa lo sabe, lo defiende con
garras y dientes, porque no entiende que nuestra atención hacia ella está
dividida por un intruso que trajimos a casa, un desconocido. A pesar de que le
explicamos lo que pasa y le decimos que podrá jugar con Simón, que ya no estará
sola cuando nosotros no estemos en casa. A pesar, de que le damos premios por
su paciencia, la presencia de ese gato detrás de la puerta la llena de celos,
porque el amor no se puede domesticar.
Hace unos días, dejamos que Runa y Simón se vieran. Abrimos la puerta
del taller y mientras él estaba en su caja transportadora, intentando salir,
maullando de miedo, pues quizá creía que otra vez cambiaria de casa; Runa por
fin pudo verlo y su arrebato de furia fue tal, que nunca la había escuchado
gemir como lo hizo, fue un maullido profundo, ronco y seco que salió desde el
fondo de su pecho. Al ver que los pelos de la cola se le erizaban y los de la
columna se levantaban como lenguas de fuego a punto de atacar, con garras
listas para el primer zarpazo, de golpe cerramos la puerta, antes de escuchar
cualquier nota de sangre.
Hemos seguido el protocolo de presentación al pie de la letra. Poco a
poco cada día. Primero, los dejamos que se oigan –los gatos tienen mejor oído
que los perros, pueden escuchar sonidos ultrasónicos–. Después, que cada uno olfateé
los objetos del otro, que se huelan detrás de la puerta. Acariciar a uno, luego
a la otra y viceversa. Pasarle un trapo a Simón por el cuerpo, para después,
envolver a Runa con él, y así, sus 80 millones de células olfativas entrene en
acción.
El proceso de convivencia puede durar hasta un mes y aunque es muy
probable que cuando por fin se encuentren cara a cara tengan una pelea, debemos
estar alerta, aunque todos los pronósticos dicten que Runa ganaría, a pesar de
que Simón es cinco kilos más pesado que ella, pues está castrado desde pequeño,
Runa está en su territorio y es una gata entera, con todas sus hormonas puestas
al acecho. Mientras Andrea y yo nos desvelamos escuchando los nuevos ruidos de
su taller, Runa se pasa horas agazapada, celosa y retadora, en espera de que al
fin se abra esa puerta.
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Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y
narrador. Del rojo al púrpura, un
clásico de este siglo, vuelve más púrpura que nunca |
www.rodolfonaro.com
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